La emprendedora octogenaria que hizo millonarios a sus empleados

Vender software cuando entras una habitación y los hombres presentes suponen que estás allí para preparar el té es complicado. Este fue uno de los mayores obstáculos a los que tuvo que enfrentarse Stephanie Shirley, judía, madre de un hijo autista y la única mujer que trabajaba en una empresa de tecnología, allá por la década de 1960. En el diario británico «The Telegraph»
cuenta su historia como emprendedora, en una época en la fue feminista sin darse cuenta de ello.

Shirley creó su propia empresa en el salón de su casa en 1962, Freelance Programmers, con tan solo 6 libras en el bolsillo. Decidió emplear solo a mujeres —solo tres de los primeros 300 trabajadores fueron hombres— y establecer un horario flexible, compatible con la conciliación familiar. «No lo hacía desde una perspectiva feminista, solo estaba tratando de hacer nuestra vida laboral más fácil», cuenta esta mujer de 85 años a la periodista del «Telegraph» Zoe Beaty.

Este enfoque diferente llamó la atención sobre su empresa, pero no siempre de la mejor manera. El periódico «The Times» las bautizó como «computer birds» (pájaros de los ordenadores, en inglés) e importantes líderes de la industria tecnológica ignoraban sus cartas, hasta que dejó de utilizar su nombre real y firmó como «Steve», su apodo familiar. Las respuestas no tardaron en llegar. «A medida que la compañía creció, aprendimos rápidamente cómo maniobrar en un mundo centrado en los hombres», explica Shirley. Por ejemplo, las faldas eran su etiqueta para atender a las reuniones de trabajo con el sexo opuesto, una forma de evitar parecer «muy masculinas» entre ellos.

Sonrisas y lágrimas
Cuando tenía cinco años, Shirley viajó de Viena a Londres junto a su hermana. «Nos convertimos en dos de los 10.000 niños judíos cuyos padres los enviaron para evitar la persecución de los nazis, diez meses antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial», recuerda. Creció con una pareja británica, humilde y bondadosa, y la ruptura con sus progenitores no la impidió, una vez alcanzada la mayoría de edad, estudiar seis años y conseguir graduarse en matemáticas. Su primer trabajo fue en una oficina de correos; después se introdujo en la tecnológica CDL Ltd, empresa que desarrolló los primeros ordenadores.

En 1962 fundó su empresa, mismo año en que se casó con un médico, en un tiempo en que las mujeres tenían prohibido conducir un autobús o abrir una cuenta bancaria sin el permiso de su marido. Y en 1963 nacería su hijo Giles, que a los dos años dejaría de hablar y sería diagnosticado con autismo. Veintitrés años después impulsó Shirley Foundation para financiar investigaciones pioneras sobre el autismo. «Soy una persona orgullosa y, a pesar del caos, no le conté a nadie lo que estaba sucediendo», asegura.

Así fue como Shirley centró su vida pública en su siguiente sueño: que los trabajadores de FI —así se llamaba su empresa entonces— se convirtiesen en propietarios de la compañía, a imagen y semejanza de John Lewis y compañía. Tardó once años en hacerlo. Y en 1993, con 60 años, Shirley se retiró, entregando la mayoría de participación (casi 30 millones de libras) al personal. Así lo define: «Fue mi mayor acto de filantropía, hice millonarios a 70 empleados en el proceso; un sentimiento increible». Para entonces, la empresa había cambiado el rumbo a consultoría de negocios y tecnología.

Llegó a ser la undécima mujer más rica del mundo, con 150 millones de libras; no obstante, ver cómo crecía su dinero sin apenas mover un dedo, después de una vida de duro trabajo, le pareció «ligeramente obsceno». Así que invirtió en la institución Shirley Foundation y en todos aquellos niños, como su hijo, que necesitaban ese dinero. Hasta que en octubre de 1998 su vida cambió. «Estaba en casa cuando recibí la llamada de que Giles había muerto, por un episodio epiléptico severo», cuenta Shirley.

Ahora tiene tres organizaciones benéficas, ha donado alrededor de 70 millones de libras y recibido numerosos reconocimientos, entre ellos, miembro de la Orden de los Compañeros de Honor por sus servicios de filantropía. «Admito que me encontré llorando cuando recibí ese premio. Llorar no es algo que haga a menudo», confiesa esta octogenaria, cuya vida sí provoca un nudo en la garganta.
Source: ABC

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