Impuesto digital: jugando con las denominaciones

Decía Aristóteles en su Metafísica que «hay un principio en los seres, relativamente al cual no se puede incurrir en error; (…). Este principio es el siguiente: no es posible que una misma cosa sea y no sea a un mismo tiempo; y lo mismo sucede en todas las demás oposiciones absolutas». Veinticinco siglos después, este principio lógico clave del pensamiento occidental acaba de ser refutado. La hazaña no se debe a físicos cuánticos o a filósofos neohegelianos. Ha sido nuestro legislador tributario quien acaba de demostrar que un impuesto puede ser una cosa y su opuesta al mismo tiempo.

Y es que, si nada lo remedia, en unos meses conviviremos con dos impuestos estructuralmente idénticos (porcentaje de las ventas de compañías que operan en un determinado sector, sin repercusión formal al adquirente) y que, curiosamente, son calificados como impuestos de naturaleza diametralmente opuesta. Uno de los impuestos (sobre el valor de la producción de energía eléctrica) es calificado como «impuesto directo», mientras que el otro (impuesto sobre servicios digitales) es catalogado como «impuesto indirecto».

Se preguntarán ustedes a qué viene esta disquisición. ¿Tiene alguna consecuencia práctica el que estos impuestos estén correctamente categorizados como directo o indirecto? La respuesta es afirmativa. Catalogar correctamente un impuesto como directo o indirecto puede ser relevante, y en estos casos lo es.

Resulta que si el impuesto sobre la producción de energía eléctrica fuese indirecto (y no directo), infringiría las Directivas europeas en materia de impuestos especiales que prohíben, salvo excepciones, que los Estados añadan otros impuestos indirectos sobre los productos (como la electricidad) cuyo tráfico está sujeto a impuestos especiales. Y por el contrario, si el impuesto digital fuese directo, (y no indirecto), este podría vulnerar los Convenios internacionales de doble imposición suscritos por España y además, se superpondría con el resto de impuestos directos que ya recaen sobre los beneficios (reales o potenciales) de las empresas, creando dobles imposiciones quizá discriminatorias y potencialmente confiscatorias.

Alguien podría pensar que es una suerte para nuestra Hacienda que nuestro legislador haya elegido tan acertadamente cómo catalogar los tributos esquivando estos problemas. Al denominar el impuesto eléctrico como impuesto indirecto, evitó colisionar con las Directivas. Y al calificar ahora el impuesto digital como impuesto indirecto, eludirá cualquier juicio de contraste con los Convenios internacionales, o cualquier disquisición relativa a potenciales dobles tributaciones.

Ocurre, sin embargo, que en nuestro derecho rige el principio de la llamada «irrelevancia del nomen iuris» o, en román paladino, el de que «las cosas son lo que son, y no lo que las partes dicen que son». Y ni siquiera los poderes públicos pueden conseguir que las cosas no acaben siendo lo que realmente son.

Y por ello serán los Tribunales los que digan finalmente si la sustancia de ambos impuestos coincide con su denominación formal, como va a ocurrir próximamente con el impuesto eléctrico, cuya sustancia será juzgada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en meses. Es decir, al margen de denominaciones formales, ambos impuestos serán indirectos sí son realmente trasladados al consumo, y serán directos en caso contrario.

Lo paradójico es que, atendiendo a la estructura de los respectivos mercados, parece más fácil que se traslade al precio final que paga el consumidor un impuesto que grava toda la electricidad producida a que esto ocurra con un impuesto digital que grava sólo a algunas grandes compañías multinacionales que compiten con otras no gravadas. Es decir, si hubiera uno de los dos impuestos que a priori pudiera ser «más indirecto que el otro», ese parecería ser el eléctrico, y no el digital, justo lo contrario de lo elegido por nuestro legislador.

Los problemas jurídicos no se evitan empleando vestimentas formales. Es lícito que se pretenda gravar adecuadamente los nuevos fenómenos económicos asociados a la economía digital. Pero para ello lo lógico es esperar a que se alcance el deseado consenso sobre la tributación de los servicios digitales en el marco de la OCDE, creando un impuesto que responda a la sustancia de lo que se pretende gravar, y no tratando de evitar la aplicación de las normas internacionales mediante apariencias formales. De otra forma, tendremos «pan presupuestario» para hoy, pero quizá estemos creando un problema presupuestario para el futuro.

Julio César García Muñoz es Socio Responsable del Área de Fiscalidad Corporativa de KPMG Abogados
Source: ABC

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *